A las tres personas que se levantaron a las 6 de la mañana para animarme.

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Recorrido de la carrera






Fecha: 7 octubre de 2012

Lugar: La Pedriza (Madrid)

Distancia: 19 km 600 metros

Desnivel acumulado: 2500 metros

Tiempo: 3 horas 37 minutos

Posición: 199/291(llegadas a meta)


No me suelo cansar en exceso haciendo deporte. Puedo llegar a sentirme un poco fatigado pero siempre el agotamiento psicológico me hace parar antes de llegar a sentir el físico. Ayer no sólo me cansé, sino que sufrí físicamente hasta límites que nunca había conocido. Dejé atrás el cansancio psicológico para sumergirme en un cansancio corporal que me iba hundiendo conforme daba un paso más.

Hace un mes me dio por unir dos aficiones: la montaña y la carrera. De esa mezcla, evidentemente, salió una carrera de montaña. La fecha elegida fue el domingo 7 de octubre, y la cita el “XXI Cross de la Pedriza”. Tenía un mes para prepararme y, sin pensar que fuera suficiente, decidí inscribirme.

Suelo correr en asfalto, alrededor de tres o cuatro días por semana, con una distancia acumulada de 20-30 km. No me servía para una carrera de montaña de casi 20 km con un desnivel acumulado de 2500 metros. Aun así, no incrementé el número de kilómetros de entrenamiento por día, sino el número de días, y en ninguna ocasión corrí en montaña. Error. Llegué a la carrera con buena forma pero no la suficiente como para subir piedras durante 11 km y después bajar 9 km por un sendero lleno de raíces, piedras móviles, arroyos y árboles cruzados.
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Perfil de la carrera

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Con muchas fuerzas en el control del Collado de la Dehesilla
La carrera parte del aparcamiento de las Machacaderas (1069 m) a las 10 a.m. Salgo con el grupo de cabeza demostrando tener fondo para correr en llano. Me mantengo ahí durante la subida a la pradera del Yelmo (1570 m) y la bajada al Collado de la Dehesilla (1453 m).  Siento que tengo fuerzas para plantarme frente a la pared de 5 km de recorrido que culmina en Las Torres (1990 m), pero los problemas llegan. La falta de un ritmo constante, el calor, la mala elección del desayuno y el esfuerzo por subir piedras, piedras y más piedras, me provocan unas pequeñas náuseas y síntomas claros de bajada de tensión. No le doy demasiada importancia. Paro un minuto y me empapo en agua, bebo y respiro  con profundidad. La temperatura corporal baja y puedo seguir ascendiendo con un ritmo aceptable. La subida cada vez me desgasta más y los cuádriceps se me cargan demasiado. No puedo levantar las piernas todo lo que el terreno me exige y empiezo a bajar el ritmo hasta que por fin llego al punto más alto del recorrido, Las Torres (1990 m),  donde comienza una bajada prácticamente constante hasta meta que me servirá para ganar las posiciones perdidas.

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Prado Peluca. Empezando a subir Collado Cabrón
Tras reponerme en el control de Collado Carabina (1882 m) comienzo a bajar fuerte, rápido y avanzando posiciones. La cosa va bien hasta que a los quince minutos sufro un tirón en el empeine que me provoca una torcedura de tobillo. Llevo dos horas y media de carrera y tan sólo me quedan unos kilómetros de bajada y escasa subida sin dificultad técnica alguna. Decido ponerme a caminar, a pesar del dolor de tobillo, y en pocos minutos consigo alcanzar un ritmo bajo. Me siento decepcionado, ¿tanto esfuerzo para qué? ¿Para verme cojeando los últimos kilómetros? Muchos corredores me alcanzan y la mayoría (por no decir todos) me ofrecen ayuda. Agradezco su preocupación y poco a poco empiezo a coger más velocidad hasta que de nuevo tropiezo – supongo que por el propio miedo al tropiezo – y el tobillo me cruje. No puedo correr, no puedo caminar y los corredores pasan y pasan al tiempo que el cronómetro avanza sin tregua alguna. Oigo un helicóptero y pienso que van a buscar a un corredor que dejé atrás con una lesión grave de tobillo (después me enteré que fueron a rescatar a un participante al que se le había salido el hombro).  Comienzo a caminar – ayudado con un palo que me sirve de bastón –  tras analizar un rato mi tobillo. Pierdo tiempo, posiciones y cada vez veo más lejos una meta que tendría que estar cerca. 



Agotado por la imagen que me estoy dando,  lanzo el palo y empiezo a correr a pesar de que el dolor de tobillo evidencia que la cosa no funciona. Me uno a un chico que no puede correr bien por culpa de los tirones de gemelo y conseguimos llegar dignamente al penúltimo control antes de meta, Prado Peluca (1160 m), que enfila directamente al Collado Cabrón (1303 m). Esos 200 m de desnivel me destrozan por completo. Camino con el tronco totalmente inclinado, formando 90º con las piernas. Me froto los cuádriceps con las manos mientras unos niños no paran de animarme. Llego arriba en unos minutos y comienzo a bajar todo lo rápido que puedo, olvidando el dolor de tobillo y la carga de los cuádriceps. En veinte minutos alcanzo por fin el puente que separa “la Pedriza” del aparcamiento de las Machacaderas y siento que no puedo correr más. Me quedan unos metros y no puedo, me voy cayendo. Llego en la posición 199 de  291 (sin contar abandonos y fueras de control) tras 3 horas y media en las que pasé por todos los estados de ánimo posibles.


No pude dar más porque el cuerpo me lo impedía. La falta de entrenamiento me provocó la lesión y la consecuente pérdida de tiempo. Así es el deporte, todo vale y todo cuenta, por mucho que se considere injusto. ¿Pude llegar antes? Sí si no me hubiese torcido el tobillo a 8 km de meta, y no si no hubiese tirado fuerte durante los siete primeros kilómetros.  El balance al fin y al cabo no puede hacerse desprendiéndose de esos factores que suman tiempo. Llegué contento en mi puesto a pesar de superar en más de media hora el tiempo esperado.

Me equivoqué de carrera para estrenarme, pero volveré, seguro que volveré al año que viene, con más fuerza y más cabeza. Me faltó entrenamiento, edad (posiblemente era el corredor más joven) y una experiencia que sólo se obtiene corriendo en montaña.

No conocía la faceta agresiva, dura y cruel de la Pedriza, y, aunque en un principio me horrorizó, ahora, después de reflexionar sobre lo sucedido, creo que es un regalo para unos pocos.

Me llevo a casa un esguince, una camiseta que siempre me recordará el sufrimiento de la carrera y una satisfacción impagable por haber conseguido superar el dolor con el fin de alcanzar una meta…una meta irracional, sí, pero una meta, que al final y al cabo es lo único que cuenta.


Vídeo-resumen del XXI Cross de la Pedriza:
 
Día: viernes 25 de mayo.
Lugar: Volcán Popocatépetl (México).
Objetivo: acercase lo más posible al volcán en actividad.

Salimos a las 8.00 del Instituto de Geofísica de la UNAM. Tras una hora y media en la furgoneta paramos en Amecameca a comprar comida azucarada. A pesar de estar acostumbrados a vivir a 2200 metros de altitud, el ascenso va a ser muy rápido (hasta casi los 4000 metros) y el mal de altura puede aparecer en cualquier momento. 
Según avanzamos, el volcán se presenta cada vez más imponente con una perfecta columna de humo blanco que resalta sobre el azul del cielo.

Llegamos al control de policía situado a bastantes kilómetros de distancia de nuestro objetivo (la estación sismológica más cercana al Popocatépetl). El acceso está restringido pero tenemos permiso. Comenzamos a ascender y el paisaje (normalmente verde) está teñido de gris ceniza debido a que hace unas semanas el volcán entró en alerta amarilla, justo cuatro días antes del día en el que teníamos pensado ascender al Iztaccíhuatl (volcán que se encuentra al lado del Popocatépetl). Evidentemente, tuvimos que cancelar la salida porque había riesgo de que la alerta sobrepasara la amarilla.


Tras librar varios cientos de metros de desnivel, llegamos al Paso de Cortés. Según se cuenta, Hernán Cortés pasó por allí en 1519 con el fin de arrasar con el Imperio Mexica. Justo en ese punto (ahora hay un pequeño monumento y un albergue de montaña) Cortés ordenó ascender a los volcanes para obtener el azufre con el que fabricarían la pólvora.

Miro a los volcanes y la historia pierde su sentido. A un lado se encuentra el Iztaccihuatl, muy rocoso, viejo y rodeado de nubes; al otro lado el Popocatépetl, imponente, gigantesco, totalmente gris, con nubes de gas que desciende por las laderas. La desilusión aparece cuando comprobamos que las nubes que comenzaron a tapar la cima del volcán hace media hora, nos van a impedir observarlo en su totalidad. No importa, pasamos el segundo control y nos dirigimos al lugar más cercano: la estación sismológica desde la que se obtienen todas las imágenes del volcán y se analiza su actividad. Se encuentra situada a casi  4000 metros de altitud, en una pequeña colina en las faldas del volcán. Parece un lugar abandonado debido al paisaje gris que le rodea y a que la carretera de acceso está totalmente descuidada. 

Tras observar un poco la estación, nos posicionamos frente al volcán esperando que las nubes se aparten y nos dejen ver el cráter. Pero el tiempo pasa y nuestras miradas se quedan congeladas admirando la enorme pared volcánica que tenemos frente a nosotros. El cráter no se va a ver porque hay demasiadas nubes, sin embargo, escuchamos perfectamente las explosiones. Nos sobrecogemos y aguantamos un poco esperando poder ver algo más. No nos queda tiempo, el cielo se cubre totalmente de nubes y amenaza con llover. 
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Teníamos todo: tiempo, material, permisos y ganas, muchas ganas; pero las condiciones atmosféricas a veces traicionan y te tienes que volver a casa con el único consuelo de haber tenido la oportunidad de ver algo que poca gente puede ver, un volcán en actividad.

Regresamos a Amecameca para comer en un restaurante con vistas a los dos volcanes. Cuando estábamos a punto de irnos las nubes se levantaron y nos dejaron ver la cima del Popocatépetl. 

Lo esperado es deuda.