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Lugar: México.


Fecha: 29 junio-22 julio de 2012.




Estados: Chiapas y Oaxaca. 


Tras una semana de descanso en el DF, visitando los alrededores que habían quedado pendientes y paseando por las mismas zonas que tiempo atrás habían sido habituales, el viaje tomó rumbo sur con destino a Chiapas y Oaxaca.

El trayecto en avión hasta Tuxla Gutiérrez fue espectacular. Desde la ventanilla se pudo observar el cambio de paisaje conforme el avión se aproximaba a Chiapas. Primero dejamos atrás al gigantesco y gris DF para sobrevolar el volcán Popocatépelt (todavía en actividad), pudiendo observar la imponente nube de vapor y ceniza; después volamos sobre unas llanuras, un campo color marrón, y , por último, el paisaje se coloreó de verde. Habíamos llegado a Chiapas.


Recorrimos la distancia entre Tuxla Gutiérrez y San Cristóbal de Las Casas en una pequeña furgoneta que, a toda velocidad, ascendía por las laderas de las montañas mientras  dejaba un inmenso mar de nubes a nuestros pies. Tras una hora de curvas, llegamos a San Cristóbal.


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Mujeres cosiendo. San Cristóbal de Las Casas.
San Cristóbal de Las Casas es una pequeña ciudad de contrastes. Por un lado, están los típicos hippies  que, después de pasear descalzos por las empedradas calles de San Cristóbal, se sientan en un café para actualizar sus muros de facebook mientras desvían la mirada cuando un niño famélico se acerca a su mesa pidiéndoles algo de comer. Por otro lado, están esos niños, vagabundos de la ciudad, indígenas olvidados por el resto de México y el mundo, limpiabotas de 4 años, vendedoras de telas infantiles...que no tienen nada y algo es lo que te piden: pan, un taco o un simple peso. Es tan difícil huir de esa realidad que hasta comiendo sólo una vez al día te sientes culpable de su desgracia. Es imposible alcanzar a comprender por qué nuestros antepasados acabaron con ellos cambiando cruelmente el rumbo de su historia. Más difícil se presenta ese intento de comprensión del pasado cuando te alejas de San Cristóbal para visitar algún pueblo indígena, como San Juan Chamula. Allí el tiempo parece no haber transcurrido. Los indígenas visten con sus trajes tradicionales, hablan en su lengua materna y te miran como a un extraño cuando te paras a hacer alguna fotografía. Lo más llamativo de ese pueblo es la iglesia. En 1868 echaron al cura del pueblo y ahora es un espacio lleno de velas por el suelo, agujas de pino, santos por las paredes y una estatua de San Juan Bautista colacada a conciencia en el lugar del típico cristo. Se puede entrar en la iglesia y pasear entre los indígenas que, arrodillados, murmuran sus oraciones. El olor a incienso y la tenue luminosidad son embriagadores. 
Cerca de San Cristóbal se encuentra el Cañón del sumidero. Es posible visitarlo en lanchas que recorren el cañón a toda velocidad entre paredes que rondan los cientos de metros y cocodrilos que te observan sin inmutarse. La pared más alta alcanza los 1100 metros; desde allí se tiraban los indios para evitar con la muerte ser esclavizados por los españoles: una historia incomprensible (la de la invasión y genocidio) que sigue reflejándose en la expresión facial de los indígenas.

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Cañón del sumidero. Chiapas.
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Niños bañándose en Agua azul. Chiapas.
Abandonar San Cristóbal no se hace duro si el contraste de la "hiprogresía" hippie con la realidad mexicana te hierve la sangre; además, si tienes otro destino aún más atractivo, más selvático  y más perdido en mitad de la nada, despedirte de San Cristóbal lo haces con la menor de las tristezas. Los alrededores de Palenque eran el lugar fijado. Para dormir no había más opción que quedarse en el bochornoso Palenque: prácticamente una calle rodeada de hostales, restaurantes y agencias de tours. Es imposible destacar alguna característica agradable del lugar salvo que era el lugar idóneo para iniciar todas las excursiones a los alrededores. Así pues, las ruinas de Palenque, las cascadas de Misol-ha (perfecto lugar para darse un baño en mitad de la selva) y Agua azul (en temporada de lluvias debería llamarse Agua marrón) fueron los lugares cercanos de obligada visita. Sin embargo, lo más llamativo de la estancia en Palenque, fue la visita a las ruinas de Bonampak y Yaxchilán. Estas últimas creo que fueron lo mejor del viaje.  Para llegar a ellas hay que ir en furgoneta hasta un pequeño pueblo fronterizo con Guatemala. Allí, unas estrechas lanchas navegan por el Usumacinta, río que hace frontera natural con Guatemala. A un lado se puede observar la selva Lacandona (México) y al otro la sierra del Lacandón (Guatemala). La emoción se incrementa cuando sabes que a ambos lados se encuentra una selva llena de jaguares, tarántulas, cocodrilos, monos araña, serpientes, monos aulladores...pero lo único que se puede observar de cerca son las tarántulas (más grandes que una mano estirada), los monos araña y los monos aulladores, cuyo rugido se asemeja al del león. Sobre Yaxchilán no hay mucho que decir; es más espectacular su entorno que las ruinas saqueadas por los ingleses.  

El regreso a Palenque es duro. Es una vuelta a la realidad de hormigón, a la tarde de lluvia torrencial y al urbanismo antiestético.

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Ruinas de Palenque. Chiapas.
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Río Usumacinta. Frontera México-Guatemala.
El paso siguiente fue un autobús nocturno que en 15 horas atravesó todo Chiapas y parte de Oaxaca hasta llegar a Oaxaca de Juárez. Oaxaca sería la tercera y última parte de estas pequeñas crónicas, pero hablar de Monte Albán, de la tranquilidad de Oaxaca de Juárez, de su mercado, su chocolate, sus chapulines, de Hierve el agua y la costa del Pacífico (exactamente la solitaria playa de Zipolite, donde los días parecían no transcurrir por la similutud entre ellos), carece de interés después de Chiapas, al menos para mí. Digamos que fue un placer visitar el estado de Oaxaca y descansar en su costa después de casi un mes de viaje; pero Chiapas es tan espectacular que las visitas que vinieron después se mojaron baja una lluvia torrencial...la lluvia de Chiapas: fugaz, ruidosa, refrescante, impredecible y furiosa.


Playa de Zipolite, Oaxaca. 18 julio de 2012.  



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